Dices que las palabras se pueden ir y además esta vida es tan corta, sin embargo los detalles quedan, lo que me pasó ayer me lo demuestra ...
Me bajé del carro en la noche para poder comprar aquella crema volteada que prometí.
En el lugar de siempre, en esa tiendita simple en la otra esquina, donde esa pareja de ancianos atienden con tanto cariño que provoca abrazarlos. El semáforo cambió de luz y tuve que esperar más tiempo en el frío, mientras aguardaba para poder cruzar, entonces lo vi y supe que tenía que cruzar junto a él hacia el otro extremo, le pregunté si podía acompañarlo, y él aceptó.
Me dio las gracias por darle una mano. Su voz era tan amable y tan profunda a la vez, su presencia me impuso respeto, le di a su rostro una rápida mirada, su barba canosa, su expresión serena y luego sus manos que se aferraron a mi brazo, la otra a su “vara”. Cruzamos tanteando de tanto en tanto ese suelo mojado, esa áspera pista, de pronto, le dije cuidado, que había tener cuidado, había un hueco y una vereda, caminando apurados bastó solo segundos para recordar aquello que mi madre una vez me contó (la anécdota dolorosa de un joven que vivía en mi barrio, un chico tranquilo que pasó caminando un día por la canchita de futbol, le cayó al pobre semejante cañonazo y lo dejó en el pavimento tirado, se levantó al rato, lo llevaron a una posta, al día siguiente se quejó de fuertísimos dolores en la cabeza, al otro día se levanto ciego, quién lo diría, un chico sano, de apenas quince años), recordé todo eso en segundos y, entonces yo tomé su brazo y lo conduje, cruzamos las pistas, tomó su carro a Sagitario, luego me despedí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario